En la puerta meridional, no encontramos ya más que cadáveres y un gran humo amarillo que pesaba sobre el suelo y lo cubría todo. Pero no queríamos ser sólo la retaguardia y por eso nos metimos enseguida por algunos estrechos callejones laterales que hasta entonces se habían visto libres de lucha. La puerta de la primera casa voló en astillas al primer golpe de mi pica, e irrumpimos en el pasillo con tal furia que al principio chocamos entre nosotros. Un viejo nos vino al encuentro por un largo corredor vacío. Viejo extraño: tenía alas. Grandes alas desplegadas, cuyos bordes externos superaban su propia estatura.
—Tiene alas —grité a mis camaradas, y los que estábamos al frente retrocedimos un poco, todo lo que nos lo permitieron los que teníamos a la espalda.
—Ustedes se maravillan —dijo el viejo—, pero todos nosotros tenemos alas, pero no nos han servido de nada y, si pudiésemos nos las arrancaríamos.
—¿Por qué no huyen volando? —pregunté.
—¿Huir volando de nuestra ciudad? ¿Abandonar la patria? ¿Nuestros muertos, nuestros dioses?
Franz Kafka, Cuadernos en octava
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